Realmente no se si
alguien o algunos y algunas están hablando (hablando en el sentido
de reflexionar) del gobierno local. Del gobierno o mejor, del no
gobierno del país, seguro que si. En diferentes foros privados y
públicos se habla de la incapacidad de los representantes electos el
26j para conseguir uno de los objetivos de nuestro sistema
democrático: formar gobierno.
Los que están en
funciones, sacan pecho y apelan a criterios cuantitativos
individuales, pero olvidan algo que, pese a ser enmendado en el
recurrente discurso sobre el “gobierno del más votado”, no deja
de ser una evidencia: nuestro sistema parlamentario no se basa en el
más votado, sino en el que más apoyos parlamentarios concita en
torno a un programa de gobierno. Esto, sencillo de entender hace unos
años, gracias a las mayorías más o menos cómodas de las que
gozaba el bipartidismo, ahora se torna complejo.
El resto de grupos
políticos que han obtenido representación parlamentaria apela a su
legítimo derecho a confrontar proyectos. Unos, desde una complicada
situación al haber formado parte de ese viejo concepto de
“bipartidismo”, y otros, porque investidos de una pureza nívea
en lo político, vienen a enmendar el sistema, pero sin voluntad de
“ensuciarse” con lo que el sistema en si conlleva. La situación
es compleja, pero al tiempo, esa misma complejidad exige la puesta en
valor de un concepto nuevo, que debería reivindicar la nueva
política ( la que antepone su interés al más viejo estilo): la
deliberación. O si se quiere, la negociación, aunque éste concepto
apareje una cesión ante el adversario, al que lejos de considerar
como tal, se le considera como enemigo irreconciliable. Y éste papel
( el de irreconciliable) nos conduce a un callejón dificilmente
explicable, excepto para los muy “polítizados”, aunque yo diría
“partidizados”.
Mi opinión podría no
considerarse adecuada al ser o aparentar o ser considerado
“partidizado”. Si, es cierto, pertenezco, por voluntad,
convicción y emotividad a un partido político, lo que a ojos de
algunos me excluye de cualquier opinión válida por independiente.
Pero creo que, al margen de la pertenencia o no, considero que el
tiempo de las hegemonías ha pasado y el del diálogo ha llegado para
quedarse.
He firmado un manifiesto
que, lejos de mi deseo, creo que expresa de forma sensata una
realidad: lo posible y lo viable para avanzar en reformas que, por
ejemplo, impida que vuelva a suceder lo que estamos sufriendo en el
ámbito institucional. Creo que en el estado es necesario un acuerdo
trasversal donde los nuevos y los que plantean alternativas a la
derecha en funciones se pongan de acuerdo en unos mínimos que nos
saquen del actual atolladero y nos devuelvan, en lo posible, una
mínima confianza en la responsabilidad de nuestros representantes,
más allá de los máximos que unos u otros desearíamos.
Y en el caso de lo local
pasa algo parecido. Tras un ilusionante acuerdo que propició un
gobierno absolutamente trasversal, los desencuentros han propiciado
una casi esperpéntica situación: un gobierno en minoría,
imposibilitado para avanzar en cambios sustanciales, más allá del
intento de crear un relato, en mi opinión basado en gestos y
emociones, pero no en políticas de calado y duraderas en el tiempo.
No se si lo local ocupa
algo de tiempo en los debates o simplemente la costumbre y la inercia
se ha apropiado de vecinos y vecinas que asisten, como decía, a
esperpénticas situaciones donde los discursos maximalistas, la
retórica política sustituye, como decía, a lo sustancial: las
políticas. Sobre todo las duraderas; no las coyunturales, no el acto
simbólico, no la foto, no el relato emotivo basado en sentimientos
de pertenencia o rechazo. Las políticas que nos devuelva a la
ilusión del 15 de mayo de 2015.
Personalmente creo que la
responsabilidad debe volver a ser una actitud que supere las
descalificaciones personales sacando de contexto posiciones o
actitudes para, de alguna manera, menospreciar políticamente al
adversario. Creo que, sin esperar nada de la derecha que ha gobernado
durante más de dos décadas, sí se podría esperar más de ese
partido de la “nueva derecha” al igual que el de esa “vieja
izquierda”. La nueva derecha que vino a regenerar la vida pública
debería superar esa especie de síndrome de Estocolmo que le hace ir
de la mano de la derecha de “toda la vida”. Y la vieja izquierda,
abandonando el maximalismo y poniendo los pies sobre la tierra,
dejando de hablar de los problemas de la clase trabajadora, trabajar
por esa clase con pequeñas pero grandes políticas.
Expreso, creo, algo más
que deseos: realidades deseables para superar un enquistamiento en el
que el beneficio no es para nadie y el perjuicio si lo es para
muchos. Evidentemente, apelar a la responsabilidad no es un acto de
ingenuidad sin más. Avanzar en el entendimiento requiere de un
esfuerzo donde los objetivos se modulen, se adapten y se consensúen
para beneficiar los cambios que, tanto la sociedad española como la
Campellera, en mi opinión y en el de una mayoría de vecinos y
vecinas el 15 de mayo de 2015, se expresó de forma clara en las
urnas.
El “postureo” no es
un recurso político: en todo caso electoral. Y no podemos vivir
construyendo relatos mirando las elecciones olvidando las
“revoluciones” cotidianas que son las que, en definitiva,
construyen un futuro mejor, al menos para una mayoría de la
sociedad.
Angel Sánchez Sánchez.