Desde una perspectiva sociológica, uno de los símbolos de la unidad del
Estado es la bandera. Al margen de las consideraciones historiográficas sobre
la bandera (1785, primer pabellón naval de Carlos III), hay que decir que la
actual enseña nacional no ha sido considerada por muchos y muchas ciudadanos y
ciudadanas como la propia a causa del uso que de ésta se hizo por parte del
bando golpista en la Guerra Civil.
La “repulsión” viene dada, no por una cuestión política, sino por lo que en sí
misma simboliza como imposición de una significación represiva.
Pocos esfuerzos se hicieron durante la transición y sí muchas
concesiones a la hegemonía franquista ( con todo lo que ello conllevaba), fruto
de la amenaza coercitiva que suponían unas fuerzas armadas y unos cuerpos de
seguridad todavía obedientes a las “leyes del movimiento”.
Ahora, estandarte es utilizado de forma maniquea, o bien por los que
añoran la “una, grande y libre” (eufemismo de términos donde los hayan) o bien
por unas generaciones que ya no asocian la “roja y gualda” con el franquismo
genocida ( el debate sobre el genocidio “de ambos bandos” es un sinsentido,
pues, sin justificar la barbarie que un conflicto armado desarrolla en los
bandos contendientes, es absolutamente injustificable y una necesidad histórica
el reconocer de una vez, que el franquismo utilizó la legitimidad inicial de
los instrumentos del estado -pervirtiendo la legitimidad democrática en
beneficio de la imposición de un orden “ilegítimo” basado en la coerción- para
imponer, no solo una forma de Estado, sino todo un conjunto de símbolos que,
desde la coerción, fueran asumidos por la sociedad (de forma impuesta y no
consensuada). Por lo tanto, diferentes sectores de la sociedad verán siempre el
símbolo impuesto como algo ajeno.
Igualmente, la aceptación acrítica de la bandera, debe hacerse, no desde
la rememoración de los significados impuestos, sino desde la normalización ( en
EEUU, por ejemplo, y teniendo un peso social importante la simbología de su
bandera, no es delito la quema de la misma, algo que en España es considerado
como una afrenta) que , por otro lado, todavía está pendiente respecto a ese ignominioso período que no ha sido cerrado
todavía ( de forma voluntaria y ofensiva, el Estado se niega a reconocer el
sufrimiento de los que todavía yacen sepultados en cunetas y fosas comunes) y
que mantiene vivo el enfrentamiento.
La bandera, al igual que la “marcha real” (himno del Estado,
heredado/impuesto por el sistema dictatorial, que fue el que “veló” por el
mantenimiento de la simbología franquista durante la transición) tienen todavía
que “ganarse” la legitimidad en un amplio sector de la sociedad, que espera y
desea ( sin que en esa espera y en ese deseo subyazca ningún ánimo revanchista,
sino todo lo contrario) la normalización a través de la dignificación de las victimas
asesinadas por el fascismo en una estrategia claramente genocida y de limpieza
ideológica efectuada por el franquismo.
Apelar, de forma simplista, a la unidad de España utilizando el
argumento de la bandera, es algo que ralla el cinismo. La unidad se debería
establecer en función de valores compartidos y no de símbolos impuestos.
En nuestro país, un sector todavía importante de la sociedad asocia la unidad
en los términos de ese imaginario colectivo impuesto por la violencia fascista
que sufrimos durante más de cuarenta años y que heredamos a golpe de “tutela”
de los mismos poderes fácticos que mantuvieron el régimen criminal y genocida.
La unidad, como decía, debería basarse en un conjunto de valores
compartidos, no impuestos, que configurasen un ideario consensuado basado en la
diversidad social, cultural, política, de razas y de perspectivas políticas,
pues solo desde ahí se puede lograr el consenso necesario que de legitimidad a
símbolos y a las instituciones que éstos representan.
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